yussarah
jueves, 27 de agosto de 2015
LA LEYENDA DEL MAIZ

En la región de Collana, habitaban dos jóvenes que habían unido sus vidas en matrimonio, producto del amor que sentía el uno por el otro.
Huayru, el joven, pertenecía al ayllu de Chayantas, donde el arma de guerra era la honda y Sara Chojllu, la joven, al ayllu de Charcas, donde utilizaban lanzas para combatir. Ambos ayllus se unieron para defender sus tierras de los españoles.
El día de la batalla, Sara Chojllu se encargó de facilitarle las piedras a Huayru, al igual que todas las mujeres, que no tenían hijos, lo hacían con sus respectivos esposos.
Al morir la noche, los ayllus ganaron la batalla. Poco después de finalizar el combate, por descuido de uno de los miembros de Charcas, una lanza se clavo en el corazón de la bella india y murió en los brazos de su amado, esbozando su última sonrisa.
Los dos ayllus se enfrentaron hasta quedar sin soldados. Huayru y sus compañeros cavaron una tumba para enterrar a Sara Chojllu. Huayru lloró toda la noche, y sus lágrimas regaron la tumba.
Al día siguiente, creció sobre el nicho de Sara una planta desconocida que se extendió en todo el terreno. Viendo la planta, Huayru recordaba a Sara, puesto que tenía el mismo color (verde) de sus ojos.
Después de un tiempo, la planta alcanzó la madurez y Huayru observó como crecían cabellos, alrededor de sus hojas, muy similares a los de la blonda cabellera de su mujer y el jugo de sus frutos era tan dulce como sus besos y, a la vez, amargo como las lágrimas de Huayru.
el carretón de la otra vida
En las noches cerradas y sobre todo en las de "Sur y Chilchi", se dejaba oír de pronto en lo soledoso de la campiña un agudo chirriar de ejes y un fuerte restallar de látigo, que hacían crispar los nervios de las buenas gentes y entrar en natural espanto. Mayores eran la turbación y el temor cuando tales ruidos eran percibidos en campo raso y el cuitado descabezaba un sueño en la pascana, junto a su jato carretero y sus bueyes. Rechino y trallazo se escuchaban entonces con más fuerza y como si el ente y el artefacto que los producían caminasen por cerca y estuvieran a punto de pasar por delante de la pascana.

Alguna vez se alcanzaron a percibir las voces del lúgubre carretero que instaba a las yuntas, y era su tono gangoso, aflautado, hipante, como no es capaz de modular ninguna garganta humana.
Si al rasgar el cielo un relámpago el campo se iluminaba súbitamente y el cuitado viajero tenía tiempo y valor para echar un vistazo, la figura del carretón fantasma se escorzaba apenas, como hecha con líneas ondulantes imprecisas.
Aunque visión campera por excelencia, no faltó vez en que se mostró en la propia ciudad, bien que a la parte de afuera y precisamente en la calle -entonces apartado y desierto callejón- que pasa por delante del cementerio. Más de un trasnochador y parrandero acertó a columbrarlo, cuando entre crujidos y estridores discurría con dirección al Lazareto.
Pero cierta noche de perros en que las sombras se apelmazaban y aullaba el viento, un prójimo dio de manos a boca con la aparición. Salía de una casa vecina, después de haber corrido en ellas largas horas de diversión copiosamente regada. Los vapores etílicos que le ocupaban la azotea le habían puesto en la condición de bravo entre los bravos y capaz de enfrentarse con cualquier peligro.
Al ver el carretón deslizarse sobre el arenoso suelo de la calle se lanzó hacia él, resuelto a saber cómo era. Lo supo al instante, de una sola ojeada. Pero de carretón ¡ay!, sólo tenía la traza. Las estacas estaban constituidas por tibias y peronés de esqueleto y en lugar de teleras asomaban costillas descarnadas. Del carretero sólo se veía la cara, si tal puede llamarse a una horrenda calavera, dentro de cuyas cuencas vacías algo brillaba y centelleaba como las brasas de un horno.
Ante la contemplación de semejantes horrideces, el hombre sintió que la tranca se le iba de un salto. Y no pudiendo más con lo que tenía por delante, echó a correr despavorido. Y gracias a Dios que llegó con bien a casa.

Alguna vez se alcanzaron a percibir las voces del lúgubre carretero que instaba a las yuntas, y era su tono gangoso, aflautado, hipante, como no es capaz de modular ninguna garganta humana.
Si al rasgar el cielo un relámpago el campo se iluminaba súbitamente y el cuitado viajero tenía tiempo y valor para echar un vistazo, la figura del carretón fantasma se escorzaba apenas, como hecha con líneas ondulantes imprecisas.
Aunque visión campera por excelencia, no faltó vez en que se mostró en la propia ciudad, bien que a la parte de afuera y precisamente en la calle -entonces apartado y desierto callejón- que pasa por delante del cementerio. Más de un trasnochador y parrandero acertó a columbrarlo, cuando entre crujidos y estridores discurría con dirección al Lazareto.
Pero cierta noche de perros en que las sombras se apelmazaban y aullaba el viento, un prójimo dio de manos a boca con la aparición. Salía de una casa vecina, después de haber corrido en ellas largas horas de diversión copiosamente regada. Los vapores etílicos que le ocupaban la azotea le habían puesto en la condición de bravo entre los bravos y capaz de enfrentarse con cualquier peligro.
Al ver el carretón deslizarse sobre el arenoso suelo de la calle se lanzó hacia él, resuelto a saber cómo era. Lo supo al instante, de una sola ojeada. Pero de carretón ¡ay!, sólo tenía la traza. Las estacas estaban constituidas por tibias y peronés de esqueleto y en lugar de teleras asomaban costillas descarnadas. Del carretero sólo se veía la cara, si tal puede llamarse a una horrenda calavera, dentro de cuyas cuencas vacías algo brillaba y centelleaba como las brasas de un horno.
Ante la contemplación de semejantes horrideces, el hombre sintió que la tranca se le iba de un salto. Y no pudiendo más con lo que tenía por delante, echó a correr despavorido. Y gracias a Dios que llegó con bien a casa.
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